Solamente había una carta para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso con un matasellos de Nueva York y no llevaba remitente. La letra no me era conocida (mi nombre y dirección estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme de quién sería. Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino al piso noveno, cuando el mundo se me cayó encima.
«No te enojes conmigo por escribirte», empezaba la carta. «Aun a riesgo de provocarte un ataque al corazón, quería enviarte una última palabra: darte las gracias por lo que has hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aún mejor de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo. Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia tranquila.