Para Sherlock Holmes no existieron nunca las mujeres, sino "la mujer". A sus ojos todas se eclipsaban y eran vencidas por una sola: Irene Adler. Sin embargo, no sintió amor por ella; pues el amor, como toda otra pasión, no podía anidar en un alma fría, serena y fanática por el método. Siempre supo escudarse en su indiferencia para analizar las ajenas pasiones, y creía que una sensación violenta era en el observador concienzudo como un grano de arena en el acero de una máquina de precisión.