Habíamos viajado hasta el pequeño pueblo de Clayton para que mi padre tomara las muestras de ADN y averiguara si aquella mujer, Aurora K., era la “madre de mi padre”. La biológica. Y remarco lo de la “madre de mi padre” porque, para mí, aquella mujer nunca sería mi abuela. Mi abuela era la otra, la de toda la vida, la que montaba multitudinarias partidas de cartas con mis primos, la que me hacía empanadillas de pollo para mi cumpleaños, la que nos contaba aquellas asombrosas historias sobre la vida en Turenia antes de la guerra…