A los 37 años, cuando se embarcó, ignoto, rombo París, ya era demasiado tarde para librarse de todos los efectos culturales-existenciales que le había inoculado Buenos Aires, ciudad que despierta en los más sensibles una opresiva pulsión hacia la melancolía, un entendimiento de lo que nos pasa como si fuéramos personajes de nuestras propias novelas y una oscilante lucidez.