La lectura de estas páginas nos pone en contacto con la sacralidad del arte. Ante las piedras de Venecia, enfrentado a semejante exuberancia de belleza, Ruskin fue capaz de superar el síndrome de Stendhal para destilar, a partir de ese desmesurado goce artístico, una de las mejores obras de estética que se hayan escrito.
El resultado de su detenido examen y reflexión sobre las expresiones de arte que calan hasta la médula esta joya de ciudad, tanto por la belleza de sus edificios como por la de las obras que contienen, resultó enormemente inspirador para artistas de todo el mundo y de distintas disciplinas, como William Morris, quien situó esta obra seminal en el mismo origen de la revalorización del arte gótico que tanto caracterizaría a las corrientes estéticas modernistas de finales de siglo, con el prerrafaelismo a la cabeza, o como Marcel Proust, quien tras la lectura, y traducción, de la obra de Ruskin cambió su residencia —fue a vivir una temporada a Venecia, junto a su madre— y la orientación de su vida y carrera literaria.