A finales del siglo XIX, cuando las grandes potencias europeas se repartían África en nombre del progreso y la cultura, el rey Leopoldo II de Bélgica se apoderó de los vastos territorios regados por el río Congo y estableció en ellos una finca privada donde dio rienda suelta a su inagotable voracidad. Saqueó furiosamente los recursos naturales, destruyó las antiguas comunidades y explotó sin piedad a una población esclavizada.