Paul Gauguin --nacido en parís, a mediados del siglo XIX-- fue un auténtico burgués: tenía una familia bien establecida, se dedicaba a los negocios, coleccionaba cuadros modernos y, en su tiempo libre, pintaba, aunque sin demostrar demasiado interés por este arte. A pesar de ello, tuvo la satisfacción de participar con sus cuadros en todas las muestras del grupo impresionista, debido a lo cual y convencido de su vocación pictórica, no duda en abandonar trabajo y familia para dedicarse de lleno a la pintura, cuyas expresiones particulares son siempre intransigentes, exentas de las implicaciones familiares, económicas, sociales y personales. Junto con un amigo pintor realiza su primera fuga de la civilización hacia Panamá y la isla Martinica, en busca de un modo de vida sin las restricciones morales que caracterizaban a la sociedad de su época, y de un arte primitivo. Regresa a París con resultados poco halagueños; ahí se relaciona con los hermanos Van Gogh, entabla amistad con Vincent pero luego se enemista con él. Abandona Francia para embarcarse de nuevo en la aventura de los trópicos, ahora con destino a la Polinesia y los mares del Sur. De ahí en adelante siempre necesitó ese clima, ese ambiente natural, esa libertad para desarrollar su estilo. Vuelve a París, donde sufre una serie de desilusiones. Nuevamente se embarca a Oceanía para no regresar más a Francia. Solo, padeciendo males atroces, abrumado por trágicas preguntas sin respuesta: ¿de dónde venimos?, ¿qué somos?, ¿a dónde vamos?, intenta suicidarse. Finalmente muere enfermo y miserable en las islas que inspiraron gran parte de su creación artística.