Todo había empezado con aquel beso. Gideon De Villiers me había besado a mí: Gwedndolyn Sheperd.
Naturalmente, debería haberme preguntado por qué se le habría ocurrido aquella idea de una forma tan repentina y en unas circunstancias tan extrañas -escondidos en un confesionario y todavía sin aliento tras una persecución de película por medio Londres-.