En los últimos tiempos hemos sido testigos del enorme boom experimentado por la justicia restaurativa. Ésta y su buque insignia, la mediación, han adquirido en la actualidad un inusitado protagonismo en el ámbito de la justicia penal. Este fenómeno ha ido paralelo al reconocimiento, expansión y consolidación de los derechos de las víctimas, impulsado desde la victimología, lo cual ha impactado en el propio diseño y configuración del proceso penal y sus fines. La justicia restaurativa se presenta como una respuesta a la actual crisis de los fines tradicionales del ius puniendi del Estado. Hoy en día es inconcebible un proceso penal tramitado a espaldas de la víctima o sin su intervención activa, que vaya más allá de su tradicional rol como mero testigo. La víctima ha adquirido un estatus nuevo, como consecuencia de su reconocimiento como sujeto titular de derechos, especialmente del derecho a la reparación, entendido en un sentido amplio. Conscientes de este desarrollo evolutivo, es necesario fomentar una verdadera cultura de la mediación que otorgue, a los operadores del sistema de justicia penal, las herramientas necesarias para una adecuada gestión y resolución de los conflictos. La implementación de la mediación penal y de otros medios alternos de solución de conflictos (MASC), en un ordenamiento jurídico, no sólo conlleva a un mero cambio normativo, sino que se traduce en un verdadero cambio cultural de enorme calado y trascendencia. Sus beneficios se proyectan no sólo sobre los protagonistas subjetivos del conflicto penal, sino también sobre la sociedad en su conjunto, con un objetivo claro de disminución de la conflictividad social y de fomento de una cultura de paz y diálogo.